miércoles, 27 de mayo de 2009

Singing in the rain


Ese es el nombre de una película musical cincuentona, clásica. Me pareció un título apropiado para lo que me pasó el viernes. El viernes conocí una variante más de "quedarse atrapado" en la lluvia. Es una versión más claustrofóbica. Fui a traer a mi novia a sus clases de inglés y al salir, cuando tomamos el taxi de regreso, se vino la lluvia. Fue la primera, la oficial primera lluvia sobre la capital y por tanto, lo más próximo al diluvio. Antes ya me había quedado atrapado bajo un techo esperando a que pase la lluvia, en alguna casa o lugar ajeno, en el trabajo, en la escuela. Pero nunca en un taxi. Sucede que el conductor, en una clara muestra de ignorancia o simplemente de atrevimiento, se le ocurrió pasar por las calles aledañas a los cauces, que, a causa de la lluvia, se desbordan trayendo consigo basura, lodo y por supuesto, agua en cantidades navegables. Sí, navegables, porque al pedazo de vehículo que tuvimos la mala suerte de abordar, es de aquellos cuyo motor no resiste el menor contacto del agua y entonces, se apaga. Este se apagó en media correntada. Desde la ventana no veíamos absolutamente nada, solo la oscuridad y de vez en cuando, gracias a la rayería que caía, podíamos distinguir que estábamos flotando en medio de la nada, porque ni las cunetas se veían. Al principio, suena gracioso. Hicimos bromas, miramos a la gente correr para resguardarse. Luego no veíamos nada, sólo veíamos la luz del rayo acompañada del estruendo. Ahí pararon las bromas, sobre todo porque nos dimos cuenta que el vehículo no estaba circulando por la fuerza de su motor, si no por la fuerza del agua que lo arrastraba. El conductor nunca pronunció una sola palabra. Tenía miedo de la puteada, seguramente. Peor fue sentir que teníamos el agua en los talones y que el culo ya lo tenía mojado porque el agua entró también por la valijera. Tras recorrer flotando como 10 cuadras de correntadas, el conductor pudo girar hacia le derecha, buscando zonas más altas. El carro apenas encendía. El trayecto hacia la casa fue de una hora y no nos reíamos, sólo pensábamos que el perro había quedado afuera en el patio y que posiblemente la potencia de la lluvia triplicó los chorros que caen dentro de la casa gracias a las goteras. Al final, el pobre hombre no pudo encender más el carro y tuvimos que bajarnos en medio de la lluvia para tomar otro taxi. ¡Qué viaje ese! En fin, como dije al principio, otra manera de decir que quedamos atrapados bajo la lluvia. ¡Y les aseguro que no estábamos cantando!

jueves, 14 de mayo de 2009

Pro y contras de un cambio de trabajo


Casi siempre que le cuento a mis amistades y ex compañeros periodistas que me cambié de "acera" profesional, algunos preguntan si extraño andar de corre-corre en las salas de redacción y otros, inmediatamente, sin mediar argumentos, afirman que fue la mejor opción. Sin embargo, la contradicción entra cuando todos, sin lugar a dudas, repudian o critican el tipo de trabajo que hago, que es asesorar en materia de relaciones públicas. Todo se origina en el hecho de que el gran porcentaje de mi trabajo, en términos artesanales, significa posesionar un mensaje o idea del cliente que represento. Esto es lo que no les alegra a la mayoría de mis ex compañeros, quienes siempre quieren llevar el sartén por el mango y no aceptar recetas. "Debe ser duro tratar de convencer a la gente de lo que se quiere decir", dijo un profesor de prensa escrita que encontré en Metrocentro mientras almorzaba ahí con mi novia que también saltó de la calle a una oficina de relaciones públicas. Sí, es difícil cuando los periodistas no quieren que les den la comida en la boca. Quieren tomar el plato y preguntar sobre los ingredientes. Y no es malo que lo hagan, pero tampoco deben suponer que soy un idiota que quiere meterles pasto para vacas en lugar de un suculento bistec encebollado. En fin, trabajar desde la otra acera, significa en parte, perderme del mundo de la "farándula", es decir, todas esas cosas que saben los periodistas pero que no publican por diversas razones. Si estos detalles salieran publicados, les digo con toda honestidad, la grive porcina sería un ubicada en la página de entretenimiento, junto al horóscopo. Pero en ése mundo de la "farándula" están los mismos periodistas y ahí se pierde privacidad. Ese es un punto a favor de mi cambio de rutina laboral. Y ahora les digo el mejor de todos. ¡Tengo un horario de trabajo humano y digno!, Sí, porque el periodista se vuelve esclavo de su propio trabajo, no almuerza a la hora que le corresponde, no sale de su oficina a la hora que debe, no tiene contacto humano más que con sus compañeros de trabajo, quienes al igual que él, sufren todo lo anterior. Y si a esto le añadimos la crisis económica, los embates de la política local, los jefes elevados hasta el Olimpo que ya olvidaron lo que era andar en la calle... no, por favor, ¿no es ya difícil la vida de un periodista como para tener que pasar por eso también? Sí, la vida del periodista tiene su lado bohemio, intelectual y todo eso. Es bueno, interesante pero no basta ni satisface todas las necesidades de un ser humano. Es rico escribir una buena crónica, lograr una entrevista con alguien bastante complicado y excéntrico. Lo mejor es viajar hacia lugares donde pocos pueden llegar. Pero también el cuerpo se cansa y demanda un cambio ajustado a las demandas que también surgen al pasar de los años. Pero bueno, nadie tiene la razón absoluta en este tema. Solamente comparto lo que para mí fueron razones de un cambio justo y la búsqueda permanente de salir adelante.

miércoles, 13 de mayo de 2009

Macho domado


Tuve una vecina que se reía de mí porque yo lavaba los utensilios de cocina y platos y vasos luego del almuerzo. También se reía porque hubo un tiempo en que diariamente y de manera disciplinada, limpiaba mi casa por las tardes mientras oía “El expreso imaginario”, mi programa radial favorito de música rock. Ella decía que esas eran “labores de mujer”. Mi hermana me defendía de los ataques pero yo no sólo me reía de esa expresión, sino del hecho que ella le lavaba los calzones a sus hermanos. Y les cocinaba, y les limpiaba la casa y hacía mandados caseros. La mezcla de necesidad, de apoyo, de supervivencia y de conciencia también hizo que todos mis hermanos y yo apoyáramos –y nos apoyáramos- a mi mamá de esta manera, quien tenía que trabajar para cuidar sola a sus cuatro hijos. Ese recuerdo me surge luego de repensar sobre el argumento de la película "The Full Monty", donde los pobres hombres protagonistas no sólo pierden sus trabajos -y parte de su masculinidad porque recordemos que son obreros y llevan el sustento a sus esposas mujeres amas de casa- si no que también pierden su macho-dignidad cuando sus esposas, que tuvieron que buscar trabajo para sobrevivir, gastan uno que otro centavo extra en visitar clubes de stripears. La verdad es que no siento ningún rubor ni siento que pierda mi macho-dignidad por reconocer que mi novia, por ejemplo, se encarga de la fontanería de su casa mientras yo le cocino algo -dentro de lo poco que puedo hacer- o simplemente le ayudo con la limpieza de la casa. "Yo soy el hombre de la casa", me dice o comenta entre nuestras amistades en común. Yo me sigo riendo como me reí antes, salvo que este no es un comentario que busque denigrarme. Si "eso" significa ser el "hombre de la casa", pues me seguiré apuntando a esa modalidad. Mucho ojo, esto no quiere decir que no tengo resistencias en algunos casos, pero tampoco estoy cerrado a todo. Al menos lo intento. Es cierto que después de tres mil años aun no reseteamos el disco duro de que en la práctica no existen diferentes entre hombre o mujer, pero también es cierto que pequeñas prácticas como esa marcan poco a poco la diferencia. Así la gota cala a la piedra al cabo de tanto tiempo.

viernes, 8 de mayo de 2009

Lo que creamos y lo que creemos


¿Cuánto de verdad tiene la actual crisis económica? Ok, dicen que los Estados pecaron de flojos con las empresas privadas de carácter financiero y que éstas pecaron de golosas. Lo creo, porque desde hace rato la supuesta riqueza que se derramaría de la copa como espuma de champaña, jamás sucedió ni lo hará. Los ricachones se bebieron la champaña, la espuma y la copa. Pero, ¿realmente podemos sobreponernos a eso? Yo creo que sí. Estaba en España cuando salió el famoso Nintendo Wii. Para los amantes de los videojuegos, era la última moda. Para mí, otro cachivache más. Pero recuerdo las infinitas filas de personas que llegaron hasta la comercial calle de Preciados con tres o cuatro días de anticipación, ¡sólo para ser los primeros en comprar el dichoso aparato! Está bien, recrearse es un derecho humano y lo respeto, pero, ¿hacer fila por tres días, dormir a la intemperie sólo para comprar un aparato de 400 euros? No lo creo. Eso miré desde el principio en España, el alto consumo de cosas sin sentido. Ropas caras, videojuegos, CDs, zapatos, prendas. Recuerdo que los ecos de la crisis económica comenzaron en países como España. Es decir, ya sabían que al entrar de lleno, no habrían más domingos de shopping. Y en efecto, son los países que ahora más lo resienten. Yo creo que podemos caminar sin lastimar nuestros pies con un par de zapatos de 200 pesos y no gastar 80 dólares en otro par. Yo creo que podemos aplicar esa fórmula a la ropa, a la comida. Utilizar sólo lo que realmente necesitamos, gastar sólo lo que devengamos y no codiciar lo que no nos resulta útil. Creo que es sencillo.

jueves, 7 de mayo de 2009

Temporada de Looney Tunes


No recuerdo una tarde infantil sin los Looney Tunes. Creo que de todas las caricaturas televisadas de mi infancia, estos son los únicos cuyos capítulos puedo recordar con exactitud y que aún atrapan mi atención si logro encontrarlos en la TV. ¡Póngame a prueba! Ayer hacía un recuento de todas las caricaturas que me encontré en la TV durante los primeros 15 años de mi vida y cómo hubo un punto de inflexión en ese curso que me separó de esa práctica -la cambié por oír toda la música rara que podía encontrarme en la radio- que impidió que me pusiera al día a medida que las nuevas caricaturas despuntaban y atrapaban a nuevos fanáticos. Pero nunca me separé de los Looney Tunes. A manera de confesión, todavía el año pasado le seguía la pista en el Cartoon Network pero por razones del inevitable trabajo, la perdí. Y mis hermanos son parte de esta fascinación. Compartimos anécdotas, recordamos capítulos y situaciones, personajes y de repente comparamos las circunstancias y hechos reales con eventos ocurridos en capítulos. A manera de ejemplo, cada vez que alguno de nosotros, por alguna razón escapa de caerse de su propia silla, asociamos ese hecho a aquel capítulo en que el Pato Lucas le corta los balancines a la silla mecedora de Porky sólo para provocarle un accidente y convencerlo que debe comprar un seguro de vida. ¡Y cada vez que utilizamos el ejemplo nos reímos como tontos! Otro día, con ganas de hacer mofa de mi hermano menor-quien es panzón y más alto que yo- le llame Wilbur. Pensé que no habría efecto pero casi se desmaya de la risa. Se acordó del nombre y su significado. Trato de pensar qué tienen esos carajos que lo hacen tan atractivo. En realidad, no lo sé. Quizá los chistes bastante crueles que entendí hasta que crecí -de pequeño solamente me reía por instinto-. En realidad, eran chistes para adultos y eso mantuvo mi interés al pasar los años. Quizá la enorme cantidad de personajes y cuyas características crean infinitas posibilidades de eventos cómicos para reventar de la risa. O tal vez es el hecho que un programa como ese podía unirnos más a mis hermanos y a mí en medio de nuestras limitaciones. Sin ánimos de equivocarme, no creo que haya tira animada con más personajes que los Looney Tunes. Y aunque Los Simpsons sean un común denominador para las personas de mi generación, les aseguro que los Looney Tunes guardan un valor sentimental-familiar mucho mayor y fuerte que el de Los Simpsons.